Por: Azucena Rueda Delgado.
Ocaña, Una vez más, la Escuela de Bellas Artes de Ocaña
inicia su nueva administración con el pie izquierdo, y no precisamente en un
paso de baile, sino en un traspié institucional que evidencia desconocimiento,
improvisación y, lo que es peor, una flagrante falta de respeto hacia quienes
han construido con esfuerzo, rigor y pasión la tradición del teatro musical en
esta ciudad.
La reciente convocatoria para el musical de fin de año 2025
—cuyo enunció reza: “¿Tienes una historia que necesita ser contada? ¿has
escrito o dirigido teatro musical?” — no solo es ambigua, sino
profundamente excluyente. Presuponga, sin decirlo, que solo cuentan quienes
tienen historias inéditas y experiencia formal en escritura o dirección de
musicales. ¿Y qué pasa con los actores, los músicos, los coreógrafos, los diseñadores,
los productores? ¿Acaso el teatro musical es solo obra de escritores y
directores? ¿Dónde quedó la esencia colectiva del arte escénico?
Pero el problema no es solo de redacción. Es de fondo. En
Colombia, el teatro musical es un campo escaso, cultivado por pocos valientes
que han apostado por un género complejo y exigente. Nombres como María Isabel
Murillo , Juan Carlos Mazo (director de El Bolero de Rubén y Cabaret
), Pedro Salazar ( La Tiendita del Horror ), Iván Carvajal ( Sweeney
Todd ), y la nueva generación encabezada por Leonardo Palacios y Felipe
Sánchez , son referentes nacionales. En Ocaña, sin embargo solo hay un nombre
que ha sostenido este género con constancia, rigor y amor: Juan Carlos Vergel
Mogollon, artista empírico que durante diez años fundó, dirigió y consolidó el
musical anual de la Escuela de Bellas Artes, convirtiéndolo en un proceso de
aprendizaje vivo, comunitario y transformador.
Los demás intentos —cuando han existido— han sido lánguidos,
precarios, improvisados. Y ahora, en lugar de fortalecer esa tradición, se
lanza una convocatoria que ignora la historia, que desconoce el trabajo previo,
y que parece diseñada para justificar decisiones ya tomadas bajo la mesa.
Y aquí aparece el personaje central de esta tragicomedia
administrativa: Cristian Puentes, director que llegó a Ocaña “de la nada”,
según se dice, con ínfulas de “argentino criollo” ¿será porteño o llanero
disfrazado?, y cuya misión parece ser más la de “dárselas a Omar” —quien, por
cierto, arrastra sus propios fantasmas de bailarín frustrado y director de una
academia que solo existe en su imaginación— que la de servir a la comunidad
artística.
Señor Puentes: esto no es un juego. No es una tienda de
barrio que usted administra a su antojo. La Escuela de Bellas Artes es un
espacio público, patrimonio cultural de Ocaña, y debe ser gestionada con
transparencia, respeto y conocimiento. No puede usted, con una convocatoria mal
redactada y peor intencionada, marginar a artistas que han presentado
propuestas fundamentadas, con trayectorias académicas sólidas algunos incluso
con maestrías en el exterior, para imponer criterios personales, caprichosos o,
peor aún, políticos.
El teatro musical no se construye con arrogancia ni con
improvisación. Se construye con memoria, con oficio, con comunidad. Y si usted
no entiende eso, tal vez debería apartarse del escenario antes de que la obra
se le venga encima y con ella, el rechazo de quienes sí aman y entendemos el
arte.
La cultura no se administra como un puesto de arepas. Se
cuida, se nutre, se respeta. Y Ocaña, sus artistas y su historia, merecen mucho
más que esto.
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