Por: Trinidad Pacheco Bayona.
En los años 90, cuando el Norte
de Santander aún era un territorio donde lo ancestral y lo moderno se
encontraban en un equilibrio casi mágico, Salazar de las Palmas brillaba con su
belleza arquitectónica colonial y su exuberante naturaleza. Era un lugar donde
las montañas parecían abrazar a los pueblos, los ríos cantaban melodías eternas
y las calles guardaban historias de generaciones. Pero fue también en este
contexto idílico donde nació un espacio que cambiaría para siempre las noches
de los habitantes del pueblo: La Campiña, una discoteca familiar que
se convirtió en el epicentro de la diversión sana y los encuentros
inolvidables.
Ubicada en una vieja casa de
amplios patios y salones con techos altos, La Campiña no era solo un
lugar para bailar. Era un refugio donde las familias habían compartido risas y
conversaciones durante décadas, pero que, gracias a la visión de Trino Torres
Gamboa, Junior, se transformó en el escenario perfecto para disfrutar de los
ritmos más vibrantes de la época. Desde República Dominicana llegaban los
merengues pegajosos que hacían mover los pies hasta el amanecer; desde Puerto
Rico, las bachatas románticas que encendían corazones; desde Cali, la salsa que
invitaba a perderse en el vaivén de sus compases; y desde Valledupar, por
supuesto, los acordeones y voces emblemáticas del vallenato que eran parte del
ADN cultural de la región.
Cada fin de semana, después de la
misa de las 7:00 pm, los jóvenes y adultos se preparaban para vivir una
experiencia única. Los hombres sacaban sus mejores camisas, impecablemente
planchadas, mientras las mujeres lucían vestidos ajustados y peinados elaborados.
Los ahorros de toda la semana se destinaban a esos dos días de encuentro, donde
no solo se bailaba, sino que también se tejían historias de amor y amistad. En La
Campiña, entre luces tenues y sonidos envolventes, muchas parejas dieron
sus primeros pasos juntos, y muchos corazones latieron al ritmo de una canción
especial.
El ambiente era único. Las mesas
dispuestas en los patios exteriores permitían conversaciones animadas, mientras
que las salas interiores se llenaban de cuerpos moviéndose al son de los
acetatos que sus propietarios traían con esmero. Cada vinilo era una joya
musical, cuidadosamente seleccionada para garantizar que la noche fuera
memorable. No había espacio para la monotonía: una pieza de Juan Luis Guerra
podía dar paso a una interpretación apasionada de Joe Arroyo, y luego el
público se entregaba completamente a los clásicos de Diomedes Díaz o el Binomio
e Oro.
Pero La Campiña no era
solo música y baile. Era un lugar donde las personas se reencontraban consigo
mismas y con los demás. Era el sitio donde primos lejanos se volvían amigos
cercanos, donde las tímidas ganaban confianza al ser invitados a bailar, y
donde los sueños adolescentes se iluminaban bajo las estrellas. Era, en
definitiva, un punto de conexión entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre
lo simple y lo mágico.
Con el tiempo, como ocurre con
todas las cosas, La Campiña dejó de ser el lugar que una vez fue. Sin
embargo, su legado permanece vivo en los recuerdos de quienes tuvieron la
suerte de experimentar aquellas noches inolvidables. Hoy, cuando se menciona su
nombre en Salazar de las Palmas, los ojos de los lugareños se iluminan, y las
historias fluyen tan naturalmente como el agua de los ríos que rodean el
pueblo. Porque La Campiña no fue solo una discoteca; Fue un símbolo de
alegría, comunidad y cultura en una época dorada que sigue resonando en el
corazón de quienes la vivieron.
Así, entre notas musicales y
pisadas de baile, esta crónica rinde homenaje a un lugar que, aunque ya no
existe básicamente, vive para siempre en la memoria colectiva de un pueblo que
supo disfrutar de lo mejor que tenía para ofrecer.
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