jueves, 10 de abril de 2025

LA CAMPIÑA. LA DISCOTECA QUE MARCÓ UNA ÉPOCA EN SALAZAR DE LAS PALMAS

Por: Trinidad Pacheco Bayona.

En los años 90, cuando el Norte de Santander aún era un territorio donde lo ancestral y lo moderno se encontraban en un equilibrio casi mágico, Salazar de las Palmas brillaba con su belleza arquitectónica colonial y su exuberante naturaleza. Era un lugar donde las montañas parecían abrazar a los pueblos, los ríos cantaban melodías eternas y las calles guardaban historias de generaciones. Pero fue también en este contexto idílico donde nació un espacio que cambiaría para siempre las noches de los habitantes del pueblo: La Campiña, una discoteca familiar que se convirtió en el epicentro de la diversión sana y los encuentros inolvidables.

Ubicada en una vieja casa de amplios patios y salones con techos altos, La Campiña no era solo un lugar para bailar. Era un refugio donde las familias habían compartido risas y conversaciones durante décadas, pero que, gracias a la visión de Trino Torres Gamboa, Junior, se transformó en el escenario perfecto para disfrutar de los ritmos más vibrantes de la época. Desde República Dominicana llegaban los merengues pegajosos que hacían mover los pies hasta el amanecer; desde Puerto Rico, las bachatas románticas que encendían corazones; desde Cali, la salsa que invitaba a perderse en el vaivén de sus compases; y desde Valledupar, por supuesto, los acordeones y voces emblemáticas del vallenato que eran parte del ADN cultural de la región.

Cada fin de semana, después de la misa de las 7:00 pm, los jóvenes y adultos se preparaban para vivir una experiencia única. Los hombres sacaban sus mejores camisas, impecablemente planchadas, mientras las mujeres lucían vestidos ajustados y peinados elaborados. Los ahorros de toda la semana se destinaban a esos dos días de encuentro, donde no solo se bailaba, sino que también se tejían historias de amor y amistad. En La Campiña, entre luces tenues y sonidos envolventes, muchas parejas dieron sus primeros pasos juntos, y muchos corazones latieron al ritmo de una canción especial.

El ambiente era único. Las mesas dispuestas en los patios exteriores permitían conversaciones animadas, mientras que las salas interiores se llenaban de cuerpos moviéndose al son de los acetatos que sus propietarios traían con esmero. Cada vinilo era una joya musical, cuidadosamente seleccionada para garantizar que la noche fuera memorable. No había espacio para la monotonía: una pieza de Juan Luis Guerra podía dar paso a una interpretación apasionada de Joe Arroyo, y luego el público se entregaba completamente a los clásicos de Diomedes Díaz o el Binomio e Oro.

Pero La Campiña no era solo música y baile. Era un lugar donde las personas se reencontraban consigo mismas y con los demás. Era el sitio donde primos lejanos se volvían amigos cercanos, donde las tímidas ganaban confianza al ser invitados a bailar, y donde los sueños adolescentes se iluminaban bajo las estrellas. Era, en definitiva, un punto de conexión entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre lo simple y lo mágico.

Con el tiempo, como ocurre con todas las cosas, La Campiña dejó de ser el lugar que una vez fue. Sin embargo, su legado permanece vivo en los recuerdos de quienes tuvieron la suerte de experimentar aquellas noches inolvidables. Hoy, cuando se menciona su nombre en Salazar de las Palmas, los ojos de los lugareños se iluminan, y las historias fluyen tan naturalmente como el agua de los ríos que rodean el pueblo. Porque La Campiña no fue solo una discoteca; Fue un símbolo de alegría, comunidad y cultura en una época dorada que sigue resonando en el corazón de quienes la vivieron.

Así, entre notas musicales y pisadas de baile, esta crónica rinde homenaje a un lugar que, aunque ya no existe básicamente, vive para siempre en la memoria colectiva de un pueblo que supo disfrutar de lo mejor que tenía para ofrecer.

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