Por: Trinidad Pacheco Bayona.
El texto de Noel Bonilla Chongo nos invita a reflexionar
sobre uno de los dilemas más profundos de la danza: su dualidad inherente. Por
un lado, está la cosificación, esa necesidad de capturarla, de
convertirla en algo tangible, documentable, histórico. Por el otro, su esencia
efímera, esa actualización continua que escapa a las ataduras del tiempo y
el espacio, desafiando cualquier intento de encasillarla o preservarla. En este
vaivén entre lo material y lo inmaterial, la danza se revela como un lenguaje
vivo, mutable e insondable, tal como lo expresara Martha Graham al definirla
como "el lenguaje oculto del alma".
La danza no puede ser reducida a
una mera manifestación artística; es mucho más que eso. Es un territorio donde
convergen tiempo y espacio, memoria y cuerpo, pasión y rigor. Pero, ¿cómo
equilibrar estas dimensiones? ¿Cómo reconciliar la necesidad humana de
analizar, historiar y teorizar con la naturaleza intrínsecamente fugaz de la
danza? Bonilla Chongo plantea esta pregunta sin ofrecer una respuesta
definitiva, porque tal vez no exista una. Sin embargo, esta ambigüedad no debe
verse como una limitación, sino como una invitación a explorar lo desconocido.
En nuestra cultura y pensamiento
coreográficos, solemos caer en la tentación de cosificar la danza. Queremos
atraparla en videos, fotos, partituras o descripciones académicas, como si al
hacerlo pudiéramos asegurar su permanencia. Pero la danza no vive en estos
registros; vive en el instante, en el movimiento que nace y muere en cada
respiración del intérprete. Es ahí donde reside su poder transformador, en su
capacidad de actualizar constantemente nuevas realidades, de reinventarse en
cada ejecución.
Por otro lado, la idea de que
tiempo y espacio deben transitar como líneas "movibles, negociables,
cambiantes" nos recuerda que la danza no está sujeta a reglas fijas. No
existe un solo modo correcto de bailar, ni un solo significado para un gesto.
Cada cuerpo, cada contexto, cada momento trae consigo una interpretación única.
Así, la danza se convierte en un acto de descubrimiento perpetuo, tanto para el
bailarín como para el espectador.
Sin embargo, este carácter
efímero también plantea un reto: ¿cómo preservar la memoria de la danza sin
traicionar su esencia? Aquí entra en juego el concepto de
"documento", mencionado por Bonilla Chongo. Un documento no tiene que
ser algo estático; puede ser una huella viviente, una resonancia que perdura en
quienes experimentan la danza. La memoria de la danza no está solo en los
archivos, sino en los cuerpos que la practican y en los corazones que la
sienten.
Finalmente, la frase de Graham
resuena como un recordatorio de que la danza trasciende lo físico. Es un puente
hacia lo espiritual, hacia aquello que no podemos nombrar pero que sentimos
profundamente. En un mundo obsesionado con lo medible y lo cuantificable, la
danza nos invita a abrazar la incertidumbre, a celebrar lo que no puede ser
contenido ni explicado del todo.
La danza no es ni
puramente cosa ni puramente espíritu; es ambas cosas y ninguna a la vez. Su
magia radica precisamente en esta tensión, en su capacidad de desafiar nuestras
categorías y expandir nuestros horizontes. Tal vez nunca encontremos "el
punto justo" entre cosificación y actualización, pero quizás ese sea el
propósito: seguir buscando, seguir bailando, seguir siendo.
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